OPINIÓN: Un espectáculo de furia y sentido común
La verdadera revolución de Milei estuvo en las propuestas políticas, aun cuando algunas de estas contienen decisiones económicas: la reforma sindical, la reforma electoral y la convocatoria a la oposición para firmar lo que él llamó pomposamente el “Pacto de Mayo”, que no es más que un listado de las cosas que hacen desde hace mucho tiempo los países serios del mundo.
Hay que dejar a un lado el espectáculo tan propio de Javier Milei: su aparatoso paseo por el teatro de la política como un torero que acaba de matar al toro, su pasión, en fin, por avergonzar y humillar a una parte de la vieja dirigencia política. Otra parte de la antigua “casta” -todo hay que decirlo- se esconde detrás del escudo libertario. ¿O, acaso, Daniel Scioli, amante perpetuo de los oficialismos, es ajeno a la “casta”? Si apartamos esas generalidades sin contenido, sobresalieron en el discurso de anoche las reformas políticas profundas que propuso el Presidente. Milei no es un político (ni lo quiere ser); su objetivo es la historia, como él mismo se encargó de aclarar. Más aún: dio rienda suelta a la hipérbole y aseguró que piensa en un país para dentro de 100 años. Raro: los argentinos solo le piden una noción más o menos cierta de un futuro para los próximos meses. Enamorado de la teoría, por momentos pareció un profeta del solipsismo, de esa filosofía que solo cree en la percepción propia de la realidad y descree de cualquier otra. Cuando terminaron sus vacaciones de la realidad común a todos, Milei se convirtió en un líder que hizo un excelente diagnóstico de la decadencia argentina, que les puso a las cosas el nombre que tienen y que formuló también graves denuncias sobre la corrupción política. Hubiera sido mejor, es cierto, que diera más nombres y apellidos en este último caso. Cuando se trata de corrupción, las generalidades pueden ser muy injustas. Fue evidente que señaló la corrupción del kirchnerismo y que lo dibujó a Sergio Massa entre esas malversaciones, sobre todo cuando habló de “coimas a cambio de permisos de importaciones” dentro de un monto de dinero que, según el propio jefe del Estado, fue de 45.000 millones de dólares. Muchísimo dinero. Existe en los tribunales federales una causa abierta sobre esos presuntos hechos corruptos con las importaciones en tiempos de Massa; fue iniciada por la Fundación Apolo, cercana a Ricardo López Murphy, y liderada por el legislador porteño Yamil Santoro. El expediente está en poder del juez federal Sebastián Ramos, quien el lunes último, cuando el magistrado se reincorporó de su licencia anual, convocó a Santoro para que ratifique su denuncia, presentada el 27 de diciembre pasado. Santoro había pedido una postergación de esa cita en enero, cuando fue llamado por primera vez por el juez Ramos, seguramente porque el denunciante estaba de vacaciones.
La verdadera revolución de Milei estuvo en las propuestas políticas, aun cuando algunas de estas contienen decisiones económicas. Por orden de aparición: la reforma sindical, la reforma electoral y la convocatoria a la oposición para firmar lo que él llamó pomposamente el “Pacto de Mayo”, que no es más que un listado de las cosas que hacen desde hace mucho tiempo los países serios del mundo. Estas son, al mismo tiempo, las cosas que en la Argentina no se hacen, al menos en los años del kirchnerismo como Milei se encargó de subrayar. El Presidente trató de diluir la sospecha política de que tiene una relación soterradamente amable con Cristina Kirchner cuando habló de aquellos 20 años del kirchnerismo, pero sobre todo cuando calificó al gobierno de la expresidenta como “el peor de la historia”. No precisó si se refirió a los años recientes en que ella compartió el poder con Alberto Fernández o a los años en que ella fue presidenta de la Nación. Da lo mismo. La evaluación es devastadora. El mandatario ya estaba enfrentado con los gremios, pero desde la noche del viernes ese enfrentamiento se convirtió en una guerra sin cuartel, a matar o morir. Milei anunció que su proyecto consiste en que habrá elecciones periódicas y libres en los sindicatos, bajo supervisión de la Justicia Electoral. Los mandatos de los dirigentes sindicales serán de cuatro años y solo podrán presentarse a una reelección. Los convenios que alcancen las empresas con sus empleados estarán por encima de los convenios colectivos de cada sector; es decir, por encima de los convenios de los grandes sindicatos. Ahí sí existe el embrión de una motosierra para podar el enorme poder sindical. Parte de la cresta gremial es la única de la dirigencia política que sobrevive desde antes de la última dictadura militar: Hugo Moyano, Luis Barrionuevo, Armando Cavalieri y Rodolfo Daer, entre varios más, ya eran dirigentes sindicales cuando ocurrió el golpe militar de 1976. Raúl Alfonsín llegó al gobierno en 1983 con el convencimiento de que esa dirigencia debía cambiar profundamente si se aspiraba a una Argentina más democrática. Envió al Congreso su proyecto de ley de reforma sindical, pero este naufragó en el Senado, donde el peronismo tenía mayoría. Los dueños de los sindicatos pueden entregar el bienestar de los trabajadores o ignorar que la mitad de ellos están en negro, pero jamás entregarán la perpetuidad de los cargos gremiales y el manejo de las obras sociales, la gran caja de financiación de sus propias vidas, de su acción política y de la del propio peronismo. Una cosa es el anuncio de Milei, que está en la dirección correcta; otra cosa será lograr que el Congreso apruebe esa nueva reforma sindical. El peronismo sigue teniendo una enorme influencia parlamentaria, aunque ahora no tiene mayorías aseguradas. Milei no rompió puentes con el sindicalismo, en efecto, porque esos puentes ya estaban rotos. De hecho, ya le hicieron una huelga general de 12 horas y la CGT convocó en estos días a acompañar el paro docente del lunes próximo, cuando deberían empezar las clases en todo el país. La clase media está pagando gran parte del ajuste. ¿Qué otro sector social podría hacerlo si los pobres ya no tienen nada y los ricos pueden afrontar los aumentos de precios, que habían sido falsamente pisados por Alberto Fernández y Massa? Pero Milei le acaricia la espalda y le alisa el pelo a la clase media cuando él despotrica contra Roberto Baradel, el inenarrable dirigente gremial docente, o cuando destrata al kirchnerismo y a la cúpula sindical.
El párrafo más importante de la reforma electoral es el que dispone que los condenados por corrupción en segunda instancia no podrán ser candidatos y perderán todos los derechos que hayan adquirido como exfuncionarios. En palabras sencillas, dejarán de cobrar las jubilaciones, generalmente superiores a los de los simples jubilados. Si esa reforma se aprobara, el Congreso dejará de ser un lugar donde se refugian los políticos acusados de corrupción; en el Senado, sobre todo, rige la tradición no escrita de que solo los condenados con sentencias definitivas pueden perder los fueros y terminar en la cárcel. La reforma de Milei abrevia mucho ese trámite porque prácticamente limita la virtual impunidad a las disposiciones de la Cámara Penal Federal y a las del respectivo juicio oral y público. Los condenados seguirán teniendo como instancias judiciales a la Cámara de Casación Penal y a la Corte Suprema, pero estas no servirán para protegerlos de la excomunión electoral. En Brasil, una disposición muy parecida es conocida como el sistema de “ficha limpia”. Aquí y ahora, Cristina Kirchner no podría ser candidata por mucho tiempo si esa norma rigiera.
Milei le acaricia el pelo a la clase media cuando él despotrica contra Roberto Baradel
El Pacto de Mayo del Presidente, que le propuso a la oposición como un optimista escéptico o como un pesimista ilusionado, contiene las coincidencias básicas que deberían prevalecer en cualquier país razonable: respeto a la propiedad privada; equilibrio fiscal para que no haya déficit; reducción del gasto público a los niveles previos al kirchnerismo; reforma tributaria en el país con más carga impositiva del mundo; nuevas reglas para la coparticipación de impuestos con las provincias, aunque no habló de cumplir con la Constitución, que ordena una ley de coparticipación en acuerdo con las provincias; reforma laboral para terminar con la gran cantidad de trabajo en negro; una reforma política, y una mayor integración de la economía argentina con el mundo. Sentido común, puro y duro. Pero sucede que el Gotha político argentino ha hecho excepcional lo normal, y normal lo excepcional.
Milei ha sido otra vez injusto con el periodismo. Perdió la oportunidad de elogiar al periodismo y a los medios periodísticos que durante 20 años, los años que él criticó en su discurso del viernes, resistieron la presión del kirchnerismo, que este ejercía con plata o con látigo. Ese periodismo que fue públicamente injuriado, obscenamente perseguido, injustamente acusado de invenciones del poder. Hubo corrupción periodística –cómo no–, pero no todos los periodistas fueron corruptos. Las pruebas de la persecución que sufrió el periodismo independiente por parte del kirchnerismo están en cualquier hemeroteca o en el testimonio de periodistas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, en Washington. Frente al periodismo, Milei parece a veces un presidente que solo se mira en el espejo o que acaba de aterrizar en suelo argentino. O un político clásico dispuesto a vigilar y castigar a los periodistas hasta el final, y hasta después del final.